sábado, 26 de mayo de 2012

Cuestión de márketing


Estoy empezando a cansarme de esperar. Cuando les veo venir hacia mí, me pregunto si tendré suerte. La pareja perfecta. Él, medio calvo, con unos cuantos mechones descuidados a los lados, de color negro entreverados de blanco, y un bigote de morsa del mismo tono. Arrastra el carrito con desgana, rodeando con los cortos brazos su propia barriga cervecera. Lleva gafas de nácar con cristales de culo de botella. Anacrónicas. Todo en él refleja anacronismo. Lleva como bandera, bien visible, su desprecio hacia todo lo que signifique glamour. Su barba de tres días, sus grandes manchas de sudor en las axilas, su desmañada forma de caminar, su ropa barata, lo dicen todo de él. Sólo le faltaría un mondadientes bailoteando en la boca para certificar el conjunto de su mediocridad, de su naturaleza miserable. 

Ella es diferente. Alta, morena, erguida, camina con los brazos cruzados y pasos largos, más lenta que el becerro que lleva al lado. Lleva media melena, tachonada de regueros blancos, pero muy cuidada. Es elegante, y siempre lo ha sido. Tiene la mirada triste y madura de toda mujer que presiente su cenit como tal, o que incluso ya lo ha sufrido.

Una pareja contrapuesta, como tantas otras que he conocido. A veces pienso que buscamos el contraste en la persona con la que deseamos compartir el resto de nuestra vida, sin saber explicar muy bien el porqué. Meto la cabeza en el maletero del coche, como si estuviera colocando algo. Ellos se acercan al punto, situado a unos cinco metros del lugar en que me encuentro. Sí, es posible que hoy tenga suerte.

Me incorporo al tiempo que ella resbala en el aceite que he vertido un par de horas antes. Una mancha apenas perceptible en la oscuridad del hormigón pulido del aparcamiento. La caída es brutal. Se agarra al lateral del carro mientras sus piernas, muy esbeltas por cierto, se levantan separadas en el aire, con las puntas de los pies mirándose la una a la otra. Su cuidada melena se desmadeja, y su elegante fisonomía se transforma por un instante en una mueca de terror. Grita sin fuerzas, un quejido corto, pero rotundo. El becerro sujeta el carro para que no se vuelque sobre ella. Yo acudo presto y la ayudo a levantarse. Ha debido hacerse daño en algún punto de la cadera, porque se lleva la mano derecha a la espalda mientras esboza un gesto de dolor. La agarro con fuerza. Primer contacto. Es necesario que perciba mi firmeza. Es el paso previo a la confianza, como el apretón de manos entre dos hombres que se acaban de conocer. Ese apretón es muy importante para cerrar un buen acuerdo, como el contacto que estoy ejerciendo ahora sobre ella.

—¿Se encuentra bien, señora?

El marido me mira mientras la agarra también por el otro lado. Primer contacto visual. Es importante que perciba que quiero ayudarle, que estoy de su lado, que no soy un rival. Me deja hacer.

Creo que asimilé bien los tres años de márketing comercial, y que me voy superando día a día. Es importante desarrollar todos los conocimientos adquiridos, en todo momento y en todos los órdenes de la vida. Dar confianza para recibir confianza, no existe otro misterio en este campo.

Mirada profunda por parte de ella. Gesto de contrición por la mía. Queda claro en un efímero instante que me solidarizo con su dolor, que lo comparto como si fuera mío. Es importante este primer contacto visual. Se relaja.

—Estoy bien, estoy bien, gracias.

Poco a poco aflojo la presión. No conviene prolongar este primer contacto físico, para evitar que ella o su marido sospechen otras intenciones menos solidarias. Me agacho y toco el suelo con la punta de los dedos.

—Aceite. Seguramente algún coche lo ha perdido.

Me incorporo de nuevo y sonrío. Ellos me miran, pero no corresponden a mi gesto. Tengo que romper esa barrera, la barrera de la confianza. Eso es lo que más cuesta, pero una vez superada, se puede decir que hemos realizado más del setenta y cinco por ciento del trabajo, y en algunos casos, un porcentaje mayor. La mirada de ella se desvía hacia mis blanquísimos dientes. Se queda fija, como perdida, seguramente, después de años de estar contemplando la del becerro, sorprendida de encontrarse con una dentadura que no sea amarilla. Y entonces se obra el milagro. Una sonrisa esplendorosa ilumina poco a poco su rostro.

—Gracias.

—Por favor, señora, no hay de qué.

Percibo cierto recelo en la mirada del marido. Jamás ha llamado señora a su esposa, y no le gusta que un extraño lo haga. A ella sí, a ella sí le gusta. La mitad de la pareja ha roto la barrera de confianza, de eso no hay duda. Sólo queda la otra mitad. Me dirijo al marido.

— ¿Me permite que le ayude a colocar la compra en su coche? Parece que su mujer no está en condiciones de coger peso.

Ahora sí. Me sonríe. Acabo de romper la barrera de desconfianza. Trabajo cumplido.

— Si no le importa…Tenemos el coche aquí mismo.

No le ayudo a llevar el carro. Podría pensar que desconfío de su fortaleza. Les acompaño. Su coche, casualmente, está muy cerca del mío. Siempre he pensado que existe algo, algún ente superior, que vela por mis intereses desde el limbo. No creo en la suerte. A la suerte hay que ayudarla con la voluntad de que se produzca el hecho apetecido.

El maletero es grande, y está muy desordenado, con bolsas y papeles desperdigados en desorden por el espacio. Una muestra más de la calidad humana del marido, dueño y señor del vehículo. Mientras les ayudo a colocar los paquetes, pongo en marcha la primera fase.

— ¿Saben ustedes que lo que le ha pasado a la señora podría ser motivo de indemnización?

— Sí —dice ella con un gesto de resignación—, Ya me imagino, pero llevaría tanto papeleo, que no merece la pena.

— Eso es lo que piensa todo el mundo —contesto mientras saco del carro una enorme caja de detergente—, y sin embargo, resulta de lo más sencillo. Yo me dedico precisamente a eso.

Los dos me observan mientras me hago el distraído. Tardarán menos de cinco segundos. Es la ley del márketing. Una vez despertada la curiosidad, buscarán satisfacerla. Uno, dos, tres…

— ¿A qué se dedica usted? —pregunta él. Bingo.  

— Seguros y reaseguros —sonrío mientras saco del bolsillo la tarjeta que ya tenía preparada. Se la entrego a él. Es vital mantener viva en su conciencia la posición de macho dominante que cree tener—. Salvador Villar, a su servicio. ¿Tienen hijos?

— No —responde ella mientras su marido esconde la mirada. Resulta evidente que tiene algún tipo de problema para tenerlos—. No podemos tener hijos.

— ¿Vive alguien en casa con ustedes?

— No —responde él—. Nadie.

Sigo colocando bultos. Empiezo a sentirme algo cansado. El carro parece no tener fin, pero es prioritario no mostrar interés alguno. Serán ellos lo que se ahorquen con el trozo de cuerda que les he dado.

— ¿Qué tipo de seguros? —pregunta ella.

— De todo tipo, señora. Desde seguros del hogar, hasta un seguro que la convertiría en millonaria con lo que le acaba de suceder.

Los dos se miran. He pronunciado las palabras mágicas. Nadie, por muy sensato que sea, es capaz de sustraerse a la posibilidad, por muy remota y absurda que pueda resultar, de convertirse en millonario de la noche a la mañana. Otra de las leyes del márketing. Hay que saber despertar la codicia que todos los seres humanos llevamos agregada a nuestros genes, a nuestro mapa de especie.

— ¿Y sale muy caro un seguro así?

Ni en la mejor de mis ensoñaciones se me hubiera ocurrido jamás que me iba a resultar tan sencillo. La pareja parecía de los desconfiados a ultranza, y me están abriendo sus corazones tras un par de frases. La desconfianza se eclipsa ante la codicia, artículo tres. El hombre ha formulado la pregunta con los ojos entornados, como dando por sentado de antemano que la respuesta no le va a satisfacer en absoluto.

— Más barato de lo que le cuesta un café diario. Y no de bar, sino el que se toma en su propia casa. Está demostrado.

He contestado rápidamente y con seguridad, para eliminar sus dudas de un mazazo. De repente, una ayuda inesperada me cae del cielo. La mujer se lleva el dorso de la mano a un costado y lo acaricia levemente de arriba hacia abajo.

—El caso es que me duele, Antonio…

Otra barrera que cae. Ella le ha llamado a él por su verdadero nombre.

— Tengo precisamente el seguro que mejor se adapta a lo que le acaba de pasar. Lo llevo aquí mismo, en el coche. No le resultaría nada caro. Una cuota de setenta euros al año.

Los dos se miran. Tienen que igualar apetencias, sensaciones. La codicia de uno tiene que hermanarse con la del otro. Es necesario para que se produzca un resultado positivo para nosotros. En este caso son dos. Los resultados son más tangibles en un grupo de personas. Cuando uno de ellos cae, los otros se ven obligados a seguirle, por motivaciones tan peregrinas como la envidia, el ansia de superar al otro, la mezquindad… Resulta gratificante comprobar cómo personas que se suponen maduras se convierten de repente en lemmings descerebrados.

— Pero no valdría, no nos pagarían si hacemos el seguro después de que mi mujer se haya caído.

La incitación a nuestra sacrosanta picaresca nacional. También hay un apartado importante sobre eso en el manual. El español entrará en picado en nuestros objetivos si le ofrecemos la chapuza de poder engañar a la compañía. Están en mis manos. Sonrío y guiño un ojo, tal y como muestran las fotografías de ejemplos de nuestra biblia.

— No se preocupe, señor. Pondremos fecha de ayer, y arreglado.

La beatífica sonrisa que se dibuja en sus caras mientras ambos se miran con los ojos brillantes, no deja lugar a dudas. Han caído en mis redes. La posibilidad de coger un buen pellizco de una compañía de seguros les enturbia el alma y la conciencia. No importa nada lo que les cueste, lo importante es estafar a alguien o a algo de una forma oficial, conmigo como asesor. Lo llevamos en los genes.

— Nos interesa —dice la mujer.

Junto las palmas de las manos, como dando por cerrado el trato. Comienza la segunda fase, la más importante.

— Muy bien. Me pongo a su disposición. ¿Podemos ir a algún lugar tranquilo para rellenar los papeles? —les concedo unos segundos para meditar. Como veo que no se deciden, les tiendo el anzuelo para llevarles a mi terreno— ¿Viven muy lejos?

Se miran otra vez, pero esta vez sin sonreír. Se han percatado de la segunda intención que encierra mi pregunta, y dudan. Al fin y al cabo, soy un desconocido para ellos. Abrirme la puerta de su casa no les agrada. Aunque claro, tampoco van a desperdiciar la oportunidad de trincar una considerable cantidad de pasta. Me imagino que el interior de su cerebro es un tobellino en estos momentos, con la codicia luchando contra la prudencia.

— No —contesta el hombre—, la verdad es que vivimos aquí mismo.

— Bueno, si no les importa, no tengo ningún inconveniente en que nos acerquemos a su casa a firmar los papeles. Así, de paso, estudiaremos también algún seguro de hogar que les puede resultar interesante.

— No sé…

La mujer está dubitativa. Ha llegado el momento de la falsa resignación. En estos momentos recuerdo cuántos quebraderos de cabeza me costó dominar esta técnica.

— Claro. Entiendo perfectamente sus dudas. Soy un completo desconocido, y están pasando tantas cosas… No se preocupen, voy a por los papeles y los rellenaremos aquí mismo.

Me vuelvo y avanzo unos pasos. Uno, dos, tres…

— Espere, por favor.

Es ella la que me llama. A veces me pregunto qué intrincado mecanismo del cerebro humano es el que nos empuja a confiar en alguien que nos ha hecho una referencia al peligro que entraña confiar en él. Los absurdos recovecos de la mente humana son inescrutables. Me vuelvo despacio, convencido de que la fase dos está a punto de empezar. Contesto mientras exhibo la más encantadora de mis sonrisas, mostrando de nuevo los dientes.

— ¿Si?

— Vamos a nuestra casa —dice ella mientras lee la aprobación en los ojos del marido—. Estaremos más cómodos.

— Como ustedes prefieran. Les sigo.

Tras unos minutos, llegamos a una zona de viviendas adosadas, parecidas a todas las viviendas adosadas que se desperdigan sin orden ni concierto por el país. Al fin y al cabo, la manipulación de las conciencias es un arte, y los colegas promotores son tan artistas como nosotros en esto de vender motos. No hay nada mejor que apelar al superior estatus que proporciona ser propietario de uno de estos monstruos, a pesar de que su precio resulte sensiblemente inferior al de un piso situado en una buena zona de la capital.

Ellos entran en el garaje. A media rampa, el marido detiene el vehículo y saca medio cuerpo por la ventanilla.

— Aparque en la puerta. Ahora mismo le abro desde dentro.

Cuando bajo del coche, suena la chicharra de la cancela exterior. La empujo y accedo a una zona ajardinada en plan cuento de hadas, con enanos de piedra de color blanco, tortugas con luces en el caparazón, plantas de todos los colores mezcladas sin orden ni concierto, y un césped lleno de calvas. Deben de llevar bastante tiempo viviendo aquí, cuando ya se han aburrido de cuidar el jardín.

Subo los tres peldaños de la entrada y pulso el timbre, situado a la derecha de una enorme puerta de chapa pintada en tono marfil, con cuarterones y adornos de tipo inglés. La hoja se abre, y me encuentro frente a la mujer, que sonríe mientras se pasa la mano por su sedoso pelo.

— Pase, por favor.

Miro el felpudo que estoy pisando. Al levantar el pie derecho y traspasar con el mismo el umbral, noto una repentina sensación de inusitado placer que me recorre la espalda. Ya está.

— Con su permiso, señora.

El marido me espera en el vestíbulo. Los abigarrados muebles que lo llenan, uno de ellos con un espejo en el que no puedo evitar mirarme, apenas dejan entrever el blanco gotelé de las paredes. Me señala una puerta, seguramente la del salón, y me invita a seguirle.

— Por aquí, por favor.

— Les ruego que me disculpen. ¿Podría beber un vaso de agua antes? Estoy muerto de sed.

— Claro que sí —contesta ella—. Pase aquí, a la cocina. También podemos firmar ahí, querido.

La cocina es amplia, con el fregadero a la izquierda, bajo la ventana que da al frente de la vivienda, y una mesa de pino con cuatro sillas, pegada a la pared de la derecha. Dejo sobre el tablero los papeles que he traído. La mujer me tiende un vaso ancho, con una imagen de Homer Simpson incrustada en él. Me acerco al fregadero y abro el grifo del agua fría. Pongo la mano bajo el chorro. Sí, sale lo suficientemente fría para mi gusto. Lleno el vaso y me lo llevo a la boca. Bebo mientras observo que el marido mira atentamente los papeles que he dejado sobre la mesa. Se cala las gafas para verlos mejor. La mujer, cruzada de brazos y sonriente, se mantiene junto a mí, esperando probablemente a que acabe de beber. El marido entorna la mirada.

— Pero… Dios mío, ¿qué es esto?...

Todo sucede a la velocidad del rayo. Casi sin dejar de beber, me quito las fundas de los dientes. Al volverme hacia la mujer y mostrarle mi verdadera dentadura, se le borra la sonrisa de la cara, transformándose en una mueca de terror. Quiere gritar, pero no puede. No noto la menor resistencia cuando le arranco la mitad del cuello de un mordisco. Mientras su sangre salpica por todas partes y empapa mis manos, que la sujetan para que no caiga al suelo, la vida se le escapa en un momento, y sus ojos se tornan blancos. El pelo se desmadeja. Ya no es tan sedoso como cuando se lo acariciaba un momento antes. Jamás entenderé por qué el pelo humano se desmadeja de repente ante una situación de terror, pero ocurre. Lo he comprobado en tantas ocasiones…

Su carne sabe extraña, ligeramente amarga, pero no me disgusta. No entiendo qué necesidad tiene la gente de perfumarse el cuello para ir al supermercado, a menos que se haga para evitar olores corporales desagradables. Mientras la mastico con placer, me vuelvo hacia el marido. Lo que yo suponía, está paralizado. Pálido, con la boca abierta, es incapaz de hacer nada. Dejo a la mujer con cuidado en el suelo, y me dirijo hacia él. Me está esperando, no puedo defraudarle.

Escupo el pedazo de carne de su esposa mientras clavo las uñas en su garganta. No quiero morderle, porque me da un poco de asco su barba de tres días. Le quito las gafas y las deposito con cuidado sobre la mesa. Voy a estrangularle. Su garganta es gruesa, y late bajo mis garras como un caballo desbocado. Me cuesta. Miro a la izquierda, y cojo un largo cuchillo de cocina del cuchillero negro de plástico situado al lado del fregadero. ¿Para qué voy a seguir haciendo fuerza con los dedos?

Sus manos no se mueven cuando apoyo la punta del cuchillo bajo el esternón y hundo la hoja rápidamente hasta la misma empuñadura. Mantiene la mirada clavada en mis puntiagudos dientes. Un abundante borbotón de sangre surge de la herida cuando retiro el cuchillo para clavarlo de nuevo, esta vez desde el bajo vientre hasta la tetilla derecha. Sus ojos se entrecierran y se quedan blancos cuando la pupila se retira lentamente hacia arriba y las tripas salen disparadas hacia las baldosas . Pesa mucho, me resulta imposible sostenerle. Le dejo resbalar hasta el suelo.   

Me siento en una de las sillas de pino. El cuadro no ha quedado del todo mal. Más tarde colocaré el cadáver de él junto al de ella, para mejorar la escena. El salpicado ha quedado muy chulo. El color del azulejo hace que la sangre destaque mucho, como en la sala del matadero en la que trabajé durante tantos años.

Creo que haré un par de fotografías, para acompañar a las otras que he dejado sobre la mesa, metidas en una carpetilla de plástico. Luego me liaré con los cuerpos, hasta la noche. Una maravillosa merienda cena, y lo que sobre, a las bolsas refrigeradas que guardo en el coche.

Todo ha salido según lo esperado, y en menos tiempo de lo que me imaginaba. Se me ha dado muy bien, no me puedo quejar, pero también es verdad que voy depurando la técnica día a día.

Al fin y al cabo, sólo es cuestión de márketing.

domingo, 15 de enero de 2012

Treinta años

No pudo evitar contemplar su imagen en el espejo situado frente a la barra, justo detrás del camarero mal encarado, con barba de tres días y palillo bailante asomando entre los labios. El hombre la contemplaba de reojo, mientras limpiaba los vasos con un paño de cocina tan renegrido como su alma. Sus miradas se cruzaban a cada momento. Del espejo, al camarero, y de este, rápidamente, de nuevo al espejo. Los dos en silencio, los dos observándola, los dos aburridos a causa de la falta de clientes. De vez en cuando, el camarero desviaba la mirada hacia la vitrina situada sobre la barra, como tratando de incitarla a consumir algo más que el café con leche que había pedido. “Si todos los clientes fueran como ella”, supo ella que estaba pensando aquel hombre, “no le iba a quedar más remedio que cerrar muy pronto”. Con una cierta sensación de culpabilidad, que sabía absurda y que sin embargo no podía evitar, centró su mirada en el espejo.

Recordó los lejanos tiempos en que los iba buscando. Amigos silenciosos, que le devolvían una imagen gratificante de sí misma. Estaban por todas partes. En los comercios, en las tiendas de ropa que le gustaba frecuentar, en la luna de cualquier escaparate… Con el tiempo se habían vuelto crueles. Seguían igual de silenciosos, pero aparecían como por sorpresa, como si esperaran agazapados a que ella pasara para saltar a su encuentro, mostrando una imagen deteriorada por los años y la vida. Ahora no los buscaba, pero se encontraba con ellos. Seguían estando por todas partes. Este no era de los peores. Dentro de lo malo, la capa de suciedad y humo solidificado que lo cubría, atenuaba la profundidad de sus arrugas y sus labios mal pintados.

¿Por qué la habría citado Armando en aquel lugar tan sórdido? ¿Había perdido tal vez,  con los años, la pasión por los locales de moda que tenían cuando eran novios? Podían haber quedado en Chicote, o en Fuentesila, o en la misma cafetería de El Corte Inglés, pero no en este tascucio, gris, sórdido, vacío y poco iluminado. ¿Lo había hecho por el precio de la consumición? Si era eso, era absurdo. Armando no había sido nunca precisamente agarrado. De hecho, era ella la que ponía orden en las cuentas de la casa. Por un par de euros más, o incluso menos, se podía estar más a gusto en cualquier otro lugar. Las cuentas de la casa. Recordó los malabarismos que tenían que realizar para llegar a fin de mes, con el escuálido sueldo de un marido, que veía cómo sus compañeros de oficina le iban adelantando por los lados. Armando siempre había sido un cobardón para reclamar lo suyo, y ella lo sabía, pero no le decía nada porque cada vez que sacaban el tema, Armando se hundía. Ella dejó de echarle en cara su cobardía. Se arremangó la blusa y se hizo una experta en buscar ofertas de ropa y de comida. Hacía virguerías con el presupuesto, y se permitían incluso algún viaje de vez en cuando, o pasar parte del verano en la playa, algo que a ella le encantaba, y ante lo que Armando solía protestar tímidamente hasta que se daba cuenta de lo que su mujer era capaz de hacer con el escaso dinero que entraba en casa. Y siguió siendo así hasta que la cosa cambió, hasta que el jefe, posiblemente avergonzado ante la situación de Armando, le subió el sueldo hasta igualarlo con el del resto de sus compañeros.

No, no entendía la razón por la que Armando había elegido este siniestro lugar. Pensaba decírselo en cuanto le viera, entre otras muchas cosas. Estaban empezando a amontonársele en la conciencia las cosas que tenía que decirle, pero iba a empezar por esta. Se sentía incómoda sentada en aquella barra, con aquel bandido de cine cerca de ella, que más que limpiar los vasos los ensuciaba. Ella era una señora, y siempre lo había sido, y eso era algo que Armando sabía de sobra, de siempre, y que no debería haber olvidado. Una señora, a pesar de que había tenido que ponerse a trabajar, o precisamente por eso todavía más, para sacar a sus cuatro hijos adelante, al día siguiente de que Armando se fugara con aquella bailarina del teatro, poco tiempo después de aquella subida de sueldo que provocó que su cerebro se fugara a la entrepierna. Una señora, que nunca perdió la delicadeza de sus manos, a pesar de los productos abrasivos que se había visto obligada a utilizar en aquella fábrica de envases de plástico. Una señora, siempre una señora, a pesar de todo y a pesar, sobre todo, de Armando. Los maridos y las esposas de sus dos hijas y sus dos hijos la llamaban desde siempre así, señora, a pesar de que ella les daba confianza. Su fortaleza y serenidad de espíritu ante la cobardía de su marido habían provocado de inmediato un gran respeto hacia ella por parte de los hijos, que transmitieron a su vez a los suyos. Los nietos la respetaban, pero no la llamaban señora, por supuesto. Ella no lo hubiera consentido. Prefería mil veces aquel “abuela” que provocaba casi siempre un brillo en sus ojos.

Escuchó un murmullo de admiración a sus espaldas. Se volvió, con una mezcla de curiosidad y de fingida molestia. Tres obreros, enfundados en sus monos azules, observaban su espalda desde la mesa a la que se habían sentado a almorzar. Al ver la cara de ella, la sonrisa de ellos se desdibujó de sus labios,  y la mirada se tornó huidiza. Últimamente solía ocurrir. Mantenía una trasera sugerente a los ojos de los hombres, que se eclipsaba al mostrar la delantera, con esas terribles arrugas en el cuello y la parte superior de los senos. Con esas arrugas en la cara. Tenía que acostumbrarse. Al fin y al cabo, estaba en esa edad en la que la lujuria que despierta una mujer va cediendo su lugar al respeto hacia las personas mayores.

Iba a decirle tantas cosas... ¿Qué esperaba de ella este hombre, después de treinta años sin tener noticias suyas? Ni siquiera se había molestado en llamar jamás a los hijos, para felicitarles por su cumpleaños, o el día de la boda de cada uno de ellos. Después de romper del todo con todo, de echar por la borda su vida, sin importarle en absoluto lo que ocurriera con la de ella, ¿qué esperaba? Tal vez se presentara con su aire de Don Juan y su sonrisa de película, que fueron ensombreciéndose con los años a causa de las obligaciones familiares. Tal vez se presentara así, como el gallo del gallinero que era antes de la primera arruga bajo los ojos, convencido de que ella se iba a arrojar rendida a sus brazos. Probablemente pediría disculpas. Unas disculpas que ella no estaba dispuesta a aceptar. Posiblemente, en su demencia, quería presentarle a su última amante. ¿Qué esperaba este hombre de ella? ¿Qué quería? ¿Qué podía esperar que hiciera ella? ¿Recibirle con los brazos abiertos, como si no hubiera ocurrido nada? Se había vuelto loco si pensaba así. Ella sabía que la bailarina le había abandonado muchos años atrás, y que después vino otra mujer, y luego otra, y otra, que satisfacían sus bajos y no le causaban molestias con hijos llorones. Al principio ella se interesaba por su trayectoria, a través de amigos y conocidos, porque el muy “huevazos” ni siquiera se había tomado la molestia de irse a otra ciudad, pero con el tiempo dejó de hacerlo. Dejó de hacerlo cuando descubrió que la vida de sus hijos, infinitamente más valiosa que la de Armando, tiraba de ella.

Miró el reloj. Tarde, como siempre. Era su costumbre. El mundo estaba concebido para esperarle. Recordó aquellas cenas con los amigos, cuando él tardaba media hora más en arreglarse que ella. “Es que a ti no te hace falta, querida. Es lo que tenéis las guapísimas del Universo”, le decía zalamero cuando salían de casa. Llevaba más de media hora esperándole. No iba a venir. Llegó a esa conclusión de repente, convencida de que la cobardía de Armando era más fuerte que sus deseos de volver a verla. Ahora estaba segura de que no pensaba venir desde el mismo momento en que la llamó para citarla en este lugar. Dos frases huidizas, pronunciadas sin fuerza, sin el aplomo que mostraba Armando de joven, cuando parecía que se iba a comer el mundo. Probablemente llamó convencido de que ella no iba a aceptar la cita. Probablemente el corazón le pegó un vuelco en el pecho, del susto, cuando ella contestó, con un aplomo infinitamente más acusado que el de él, “sí, Armando, allí estaré”. No, no iba a venir.

 Apagó el cigarrillo, y observó que la mirada del camarero se dirigía fugaz al carmín de la boquilla. Siempre le había sorprendido la extraña fascinación que el carmín en la boquilla de un cigarrillo solía provocar en la mayoría de los hombres. Se levantó, dejó un par de monedas en la barra, y se dispuso a salir.

Entró en aquel momento.

Era Armando, no cabía duda. Ella volvió a sentarse. En cuanto la vio, el hombre se dirigió a la barra, a su lado. Caminaba con pasos cortos, de piernas en retirada. Con pasos de persona anciana. Ligeramente inclinado hacia adelante. Ligeramente doblado, más bien.

El color de su cara era indefinido, entre aceitunado y ceniciento, como de moribundo. Grandes bolsas se habían formado bajo sus ojos. Cuando sonrió al acercarse, por un instante fugaz, ella pudo contemplar la blancura perfecta de una dentadura postiza. Llevaba sombrero. Al quitárselo y dejarlo en la barra, ella no pudo evitar un respingo ante aquella fascinante pelambrera que había desaparecido, dejando en su lugar unos cuantos jirones de pelo blanco, que luchaban por sobrevivir en el desierto en que se había convertido el antaño frondoso cuero cabelludo.

Se sentó a su lado, tropezando y tosiendo. La miró sin hablar. Ella abrió la boca, pero no emitió sonido alguno. La mano temblorosa de él recorrió parte de la barra, quedando a medio camino entre los dos. Su expresión se tornó triste. Infinitamente triste. Ella no recordaba haber visto jamás una expresión tan triste en el rostro de él. Los ojos de Armando se volvieron aguanosos. Abrió también la boca, pero no dijo nada.

Después de un momento, que a los dos se les hizo eterno, ella colocó su mano sobre la temblorosa mano de él.

Sobraban las palabras.


jueves, 8 de diciembre de 2011

Saudade

Después de cenar, Francisco, el cojo, se empeñó en seguir con la juerga. Al fin y al cabo era temprano, y viernes. Al día siguiente no había que madrugar. No es que me hiciera mucha ilusión, pero al ver los ojos de los dos ecuatorianos, Edgar y su hermano Jack, supe que no me quedaba más remedio que aceptar.

Subimos de la Baixa al Bairro Alto en el tranvía, como debe ser. La gente nos miraba. Sin duda formábamos un grupo variopinto y multirracial, aunque no cosmopolita porque de lejos se notaba que no teníamos un euro. El cojo, ese extremeño alto, delgado y seco como un sarmiento, a punto de jubilarse, lucía en la cara las arrugas fruto de la azarosa vida que había llevado, primero como contrabandista y después en la construcción. Uno de sus ojos parecía seco a causa de un poco de cal que la cayó una vez. Los dos hermanos, bajos y tochos como todos los de su raza, tenían la piel suave. Oscura, pero suave. Se veían pocos sudamericanos en Lisboa. Por eso les miraba la gente mientras se mantenían agarrados como mandriles a la barra del tranvía, atentos a sus carteras. Yo, un madrileño que había conocido tiempos mejores, trataba de mantener en su lugar, a cada latigazo del vehículo,  la ingente cantidad de bacalao dorado que había comido en un infecto tugurio de un callejón de la Baixa. Era el cumpleaños del cojo, y había que cumplir.

Llevábamos un par de meses en Lisboa, pero apenas conocíamos la ciudad. La crisis en España nos había obligado a buscarnos la vida fuera. La pequeña constructora en la que llevábamos el cojo y yo algo más de diez años nos ofreció dos alternativas: o el despido, o una obra de  rehabilitación de poco más de ocho meses en un antiguo edificio de la Avenida Liberdade. Los dos nos decidimos a venir, junto con los hermanos ecuatorianos, que acababan de entrar. Todos estábamos sin lazos familiares. El cojo, viudo, y yo, recién separado. Los hermanos tenían a toda la familia al otro lado del charco. Pronto me nombraron como líder de la cuadrilla, en una especie de acuerdo tácito y con permiso del cojo, que por edad debería de haber asumido un cargo que sin embargo le venía algo grande por su falta de conocimientos en lo que se refería a planos y números. Y aquí estábamos, alojados en una pensión de la Baixa, sencilla pero muy limpia, a unos trescientos metros de la obra. Aquella noche se produjo, a instancias del cojo, la primera salida nocturna en aquella ciudad.

El Bairro Alto estaba muy animado. Nos sorprendió comprobar la gran cantidad de jóvenes y no tan jóvenes que llenaban las calles. Después de deambular un rato sin decidirnos a meternos en ningún sitio, bien porque la mayoría estaban llenos de gente o vacíos del todo, nos paramos a la puerta de una infecta tasca situada en la rua Diario de Noticias, en la que un cartel anunciaba que se cantaban fados. Con aquel local ocurría lo que en otros muchos lugares de la ciudad: su interior decadente estaba enmarcado por una entrada de cierto prestigio, con un arco de piedra de granito sobre la puerta y un elegante revoco de color amarillo en la fachada. En Lisboa se estaban gastando bastante dinero en la rehabilitación de edificios, y eso se notaba en el aspecto general de la ciudad.

Debatíamos si entrar o no, tratando de que el reguero de líquido que bajaba por el centro de la calle no nos mojara los zapatos, cuando del interior salió un individuo que me pareció cuando menos pintoresco.

—¿Españoles?

—Nosotros dos sí —contestó agrio el cojo—. Estos dos, ya lo ve, pero como si lo fueran.

—Pasen, por favor. Tengo una mesa para ustedes.

—¿Cuánto nos va a costar? —aunque era su cumpleaños, el cojo seguía siendo pragmático en ese sentido.

—Vamos a empezar a cantar fados. Diez euros consumición mínima. Una botella de Oporto para los cuatro.

—Una botella de Oporto no vale cuarenta euros.

El entusiasmo con el que había salido el personaje pareció irse disipando poco a poco. Resultaba muy exagerado en sus ademanes. Era grueso, y bastante bajito. Tenía las manos pequeñas y regordetas. Las movía mucho. Siendo calvo, tenía una mata de pelo en la parte de atrás de la cabeza, negra y engominada. Los ojos, saltones, se movían nerviosos de un lado a otro. Cuando hablaba gesticulaba hasta el punto de dar la impresión de que la mandíbula se le iba a caer al suelo en cualquier momento. Cambió la sonrisa por un gesto de cierto desdén, acompañado de unos movimientos que me recordaron los de un tentetieso.

—Cantamos fados. Una botella de Oporto para los cuatro, cuarenta euros. La mesa está preparada.

Mientras decía aquello, dirigía miradas a otro grupo situado unos pocos metros más abajo.

—¿Qué hacemos? —preguntó el cojo.

—Es que cantan fados, cojo.

—¿Y qué coño importa eso? Hemos venido a beber, no a escuchar gorgoritos. Con una botella de Oporto no tenemos ni para empezar.

—A mí me gustan los fados —dijo Edgar.

—¿Los has escuchado alguna vez, tontolaba? —escupió el cojo mirándole con su ojo seco.

—Al lado de mi habitación en la pensión hay un tipo que los pone a todas horas.

El hombre se impacientaba. Juntó las manos y comenzó a frotarlas con fuerza.

—Bueno, me voy…

El cojo le detuvo.

—Vamos para adentro —mientras decía aquello, miró a Edgar, como nombrándole culpable oficial de la decisión que acababa de tomar—. Una botella de oporto, cuarenta euros, pero de diez años por lo menos.

El hombre puso gesto de fastidio.

—Un oporto de diez años vale mucho más. Un tawny, pero de buena marca.

No había marcha atrás. Entramos tras él, que caminó bamboleante hasta la mesa que nos tenía preparada. El resto del local estaba lleno hasta la bandera. Cinco largas mesas situadas en el lado opuesto al que se situaba el escenario, si es que se le podía denominar así. Consistía en un chal negro con algún que otro jirón y algún bordado dorado, colgado de dos escarpias clavadas al azulejo de la pared, a una altura de unos dos metros. Al pie, dos sillas de anea que parecían a punto de deshacerse y salir corriendo, y todo el conjunto al lado de la minúscula abertura, de poco más de cincuenta centímetros de ancho, que daba acceso a los aseos.

Nos sentamos a la mesa, los hermanos a un lado y el cojo y yo al otro. Tras comprobar el aspecto general del local, el cojo me miró sonriendo.

—Parece una churrería, coño. Y no se te ocurra ir al baño, porque te puedes quedar incrustado entre los azulejos de la entrada.

Parecía contento. El individuo que había salido a buscarnos nos trajo la botella y cuatro copas de cristal. El cojo miró la marca y se puso serio. Después de que el hombre la abriera, se dirigió a nosotros.

—Esta marca de oporto no la conoce ni su padre.

La cosa empezaba mal. El camarero iba y venía moviéndose como un tentetieso. Me recordaba a un maestro de ceremonias de un circo decadente, sacado de un cuadro de Lautrec o Seurat. Entiendo algo de pintura. Tuve una época en la que me encantaba, a la hora del bocadillo, ojear libros sobre el tema. El cojo le miraba con odio asesino. Cuando llevábamos media botella de oporto, detuvo al camarero al pasar a su lado y le preguntó.

—¿Cuándo empiezan los fados?

—Diez minutos —contestó el maestro de ceremonias extendiendo sus diez dedos regordetes.

Nada más alejarse, me acerqué al cojo y le susurré al oído.

—Este hombre tiene cara de llamarse Eduardini.

El cojo me miró y sonrió.

—Eduardini. Es verdad. Tiene gracia. Eduardini.

El vino no estaba malo, desde luego. Ninguno entendíamos un carajo de vino de oporto, así que no podíamos saber si nos habían estafado miserablemente. A los ecuatorianos les encantaba. Se lo bebieron casi de un trago.

Al lado nuestro se sentó una pareja de turistas. Eran una mujer y un hombre chinos, jóvenes los dos. Cenaron aprisa y comenzaron a beber la botella de vino verde que habían pedido. El cojo miró a la china y después se inclinó hacia mí.

—Es guapa, la chica. Joder, entre los hermanitos estos y la pareja de chinos, esto se está pareciendo a la ONU.

El cojo miró su reloj. A los diez minutos justos, se apagó el incómodo fluorescente del techo. Del fondo del local surgieron dos hombres, de bastante edad, ataviados con “trajes regionales”, según los denominó el cojo, de color negro intenso, y botas, también negras, con travillas. Uno llevaba una guitarra y el otro una especie de bandurria grande. Se sentaron en las sillas de anea, que crujieron bajo su peso, y comenzaron a afinar los instrumentos.

Al cabo de unos minutos, se levantó de la mesa del fondo, situada junto a la barra, un hombre alto, con gafas, ataviado con una chaqueta de color gris. Se dirigió al escenario. El cojo y yo nos dimos cuenta entonces de que en aquella mesa estaban los cantantes que nos iban a amenizar la noche.

Haciendo un gesto, el hombre indicó a los instrumentistas que empezaran. Tras un par de compases en los que el cantante pareció reconcentrarse y meditar sobre lo que iba a hacer, hizo ademán de empezar, pero se detuvo. Los otros siguieron tocando como si no hubiera pasado nada. Otros dos compases, y el hombre finalmente se arrancó.

Apenas tenía voz. Escuchamos el primer tema atentamente. El cojo le observaba con un gesto que no supe interpretar, pero se notaba a todas luces que no le gustaba. Cuando terminó la primera canción aplaudimos, y al terminar la segunda, también.

—Esos fados que ha cantado no son como los que pone mi vecino de habitación —dijo Edgar consternado—. Estos son mucho peores.

—A ver si lo que pone tu vecino son coplas, capullo —dijo el cojo.

—Sé de sobra distinguir una copla de un fado, cojo, no te burles de mí.

El cojo se dio la vuelta y se dirigió hacia mí mientras apuraba su copa de oporto y se servía otra.

—El caso es que nos han estafado.

Su siniestra mirada no dejaba lugar a dudas. Iba a liarla. Ya le conocía de sobra. Se remangó y volvió a coger del brazo al maestro de ceremonias cuando pasó a su lado.

—Oye tú, Eduardini, ¿qué es la saudade?

Uno de los peones portugueses de la obra en la que estábamos no paraba de hablar de la saudade. Era de Oporto. A la hora del bocadillo, nos daba la murga. Saudade por aquí, saudade por allí… Eduardini levantó las manos y movió los dedos.

—Ah, la saudade… Es algo que no se puede explicar.

Se giró con un rápido movimiento y se dirigió a otra mesa.

La china estaba totalmente borracha. Había cogido un tablón como un piano con el vino verde. Se descalzó y se dirigió al aseo. El cojo dio un respingo al verla.

—Será guarra… Mírala, se va a meter en el aseo descalza. Está como una cabra. ¡Y encima se ha equivocado y se ha metido en el de tíos!

El cojo no paraba de reír. Estaba empezando a estar a gusto, más que nada porque de una forma u otra pensaba liarla, y probablemente aquella china borracha le iba a servir de excusa o de detonante para ello.

El segundo artista era otro hombre de pelo blanco, vestido con un jersey de color rosa que le quedaba pequeño. Parecía que se iba a ir al colegio al terminar de cantar. Lo hizo mejor que el primero, o eso nos pareció al menos. Al tiempo que cantaba, movía una mano mientras mantenía la otra en el bolsillo del pantalón.

La china no dejaba de hablar en medio de las dos canciones. El público no paraba de chistar para que se callara, sin ningún resultado. Su belleza quedaba eclipsada por completo gracias a su desagradable y chillona voz. El chaval que la acompañaba daba muestras visibles de sentirse incómodo al lado de su ruidosa compañera.

El cojo me miró sonriendo al terminar el segundo artista. Yo no sabía muy bien qué significaba esa mirada, pero no me esperaba nada bueno.

Entonces salió ella.

Era una mujer bastante madura, mayor de cincuenta y menor de sesenta, sin llegar a gruesa pero rotunda, con pelo rubio y un chal verde sobre los hombros. Sin duda, en tiempos había sido guapa, muy guapa. Sin demasiada convicción, le hizo una seña a la china para que se callara. Los músicos comenzaron a tocar sus instrumentos. Tras los primeros compases, empezó a cantar. Lo hacía muy bien, sin duda la mejor de la noche. Tras las dos primeras estrofas, comenzó la tercera, con una potente subida de voz.

A mí se me puso el vello de punta. Sentí que el corazón me daba un vuelco en el pecho. El cojo se irguió en su asiento, con gesto muy serio. Sin duda aquella voz le había calado tanto como a mí. Resultaba increíble. De repente, el escenario dejó de ser el escenario cutre que habíamos visto al entrar, transformándose por obra y gracia de la aterciopelada voz de aquella mujer en un gran teatro en el que se homenajeaba a la canción portuguesa. Hacia la mitad de la actuación, sucedió algo que hizo que los cuatro nos incorporáramos para mirar. De la mesa del fondo, la ocupada por los cantantes, surgían coros a boca cerrada que acompañaban de forma perfectamente acompasada la melodía que estaba desgranando su compañera. Era una forma sin duda de homenajear su buen hacer.

De forma inexplicable, algo que al principio me asustó, el ojo seco del cojo comenzó a humedecerse. No me podía creer lo que estaba sucediendo. Los dos hermanos miraban a la cantante embelesados, disfrutando de cada una de sus frases a pesar de no entender absolutamente nada de lo que decía. No hacía falta. La letra era lo de menos. Lo importante eran la música y la forma de cantar.

Cuando acabó, el cojo se levantó de su asiento y aplaudió entusiasmado. Sin duda, aquella mujer había conseguido eclipsar con su arte las ganas de liarla de mi compañero. Nunca le había visto emocionarse por nada, hasta aquella noche mágica.

La mujer saludó con alegría los aplausos y los “bravo” que gritaron los demás cantantes. Una rosa voló de una de las mesas y calló a sus pies. Eduardini se acercó a nuestra mesa, bamboleante y aplaudiendo fuertemente con las dos manos, como una morsa. Parecía mentira que de unas manos tan pequeñas surgiera un sonido tan estruendoso como el de sus aplausos. Sin dejar de palmotear, se agachó hacia el cojo.

—Esto es saudade.

El cojo sonrió y afirmó lentamente con la cabeza.

Después de varios minutos, la mujer emprendió su segundo tema. Nada más comenzar, la china empezó a hablar. El cojo clavó sobre ella una mirada asesina. Ella le miró a su vez y empezó a reír. Traté de detenerle, pero no me dio tiempo. Antes de que le cogiera del brazo, el cojo se levantó de la silla como impulsado por un resorte. Se dirigió directamente a la mesa de la china, la cogió en volandas como si fuera una novia, y salió a la calle. Yo salí corriendo tras él.

—!!Cojo, cojo, cálmate, que nos vas a meter en un lío!!

No anduvo mucho. Se detuvo a unos diez metros del local, frente a un ingente montón de bolsas de basura de color negro. Sin pensarlo ni siquiera un momento, arrojó a la chica sobre aquel improvisado lecho de mierda. No pasaba nada, pensé. Al fin y al cabo, a ella no le había importado meterse descalza en el baño de caballeros. Cuando el cojo volvió, sacudiéndose las manos y colocándose la chaqueta, le puse una mano sobre los hombros.

—Estás loco, cojo, coño.

Al entrar, nos dimos de bruces con el novio de la chica, que salía con el bolso y la chaqueta de ella en la mano. Nos miró con una expresión extraña, mezcla de miedo y odio. Por un momento pensé que nos iba a dar una patada en la nuez, o algo así. Con esa gente nunca se sabe. Optó por salir corriendo a socorrer a su amada, que gritaba como una loca desde el montón de bolsas sin poder salir de allí, a causa sobre todo de la tremenda tajada que llevaba.

—Pensé que nos iba a dar una paliza.

—¿Ese? —dijo el cojo— Para eso hay que ser hombre, y un hombre no es un hombre si no es capaz de mantener callada a su mujer.

Amén, pensé mientras entrábamos y tomábamos asiento de nuevo. Sin dejar de cantar, la mujer sonrió y le dedicó al cojo una mirada de agradecimiento. Este levantó su copa en su honor e inclinó la cabeza. Sin duda estaba sembrado. Se ladeó un poco y me susurró al oído.

—Esta es la mejor noche de mi vida.

Me lo creí. Aquel tugurio infecto, más semejante a una churrería que a un cabaret, se había convertido en un hervidero de sentimientos a flor de piel por obra y gracia del fado bien cantado. O más bien gracias al duende, pensé, que surge en cualquier lugar del mundo, ya se escuche jazz, bossa nova, flamenco o lo que sea. Cuando el duende aparece, nada le detiene. Como solía decir el cojo, ni en Roma, ni en Pekín ni en Madagascar. Los ecuatorianos lloraban a moco tendido, acordándose sin duda de la gente que habían dejado en su país. Yo recordé mi casa, mis amigos… Eduardini tenía razón, aquello era saudade.

La mujer acabó y el público volvió a romper en aplausos. Eduardini palmoteaba chillando “bravo” como un poseso. El cojo se levantó y gritó a su vez un par de veces. La mujer le miró y volvió a sonreír, agradeciendo su sentimiento.

Los dos policías aparecieron, acompañados de la china y su novio, justo cuando estaba cantando un hombre invidente, cuya voz parecía surgir directamente del alma. La china señaló al cojo y gritó algo, pero el policía le hizo un enérgico gesto con la mano para que guardara silencio hasta que el hombre terminara de cantar. La chica, ajena por completo al duende, se cruzó de brazos con la insolencia del ignorante, del que es incapaz de percibir el sentimiento. Miraba alternativamente a los policías, que escuchaban embelesados, y al cojo. Cuando el hombre terminó su actuación, el cojo aplaudió. Una vez que se hizo de nuevo el silencio, comenzó a levantarse para dirigirse a la puerta.

Eduardini surgió de repente de la nada, como lo había hecho a lo largo de toda la noche, y colocó un fuerte brazo en el hombro del cojo, obligándole a sentarse de nuevo. Se dirigió directamente hacia los policías, hablando en portugués. Se estableció un diálogo a gritos, en el que la china señalaba al cojo de vez en cuando y Eduardini juraba y perjuraba, por lo que conseguimos finalmente entender, que era la primera vez que veía a aquella chica. La policía entró y preguntó a varios clientes. Todos dijeron lo mismo, que no la habían visto nunca. Eduardini gritó que todos los bares de la zona eran parecidos, y que seguramente, con la tajada que llevaba —todo el mundo rió ante su ocurrencia—, la buena mujer se había equivocado de lugar. Al final, los policías y la pareja de chinos se fueron por donde habían venido. Ella comenzó a darle golpes a su novio, que seguramente había decidido prudentemente no intervenir en absoluto en todo aquel lío.

La noche mágica se prolongó hasta las doce. Tras escuchar a todos los cantantes, emprendimos lentamente el camino a la pensión. No intercambiamos una sola palabra. Estábamos bien, serenos y tranquilos, con ese bienestar que produce el hecho de haber pasado una noche inolvidable. Edgar se agarró del brazo de su hermano. Al verles así, acaramelados, el cojo soltó una risotada y me cogió del brazo a mí.

Al mirarme, pude contemplar perfectamente la saudade reflejada en sus ojos.

jueves, 6 de mayo de 2010

El regreso

Veamos, veamos...Hace más de treinta años que no escribo nada. El movimiento se demuestra andando, como dice Marisol, la profesora de la terapia de recuperación. Junto unos adverbios con unas proposiciones. “Aquí, ante vos”. Adverbios, proposiciones...!!No, proposiciones, no, preposiciones!! A, ante, bajo, bajo el volcán... Palíndromos: “dábale arroz a la zorra el abad”. ¡Vaya! Eso sí que ha sido un destello de memoria.

Me secuestraron. Cuando era pequeño, me secuestró una pareja de brokers fanáticos de Megamadrid. Al parecer, por aquella época estaba de moda secuestrar niños del campo. El esperma se les había convertido en mermelada a los hombres, y no les servía para procrear. Achacaban esa metamorfosis al stress, a la mala alimentación y a la contaminación, pero mi nuevo padre me susurró una vez al oído que seguramente sería por algún producto nocivo que las empresas colocaban en los “fucking rooms”, dignos sucesores de las antiguamente denominadas zonas de “vending”.

Algunos brokers fanáticos necesitaban poner un punto de humanidad en sus vidas, y se compraban un perro o secuestraban un niño en el campo. Ya crecidito, para evitarse la fase llantinas nocturnas, pañales nauseabundos, y adolescencia granulosa de masturbación compulsiva. Mis secuestradores me confesaron una vez, pasados los años, que habían preferido un niño del campo a un perro, porque no se creían capaces de enseñarle a un perro a no cagarse en la alfombra indostaní de 600.000 euros que tenían en el salón. Cuando me secuestraron yo ya sabía leer y escribir. Tenía una edad lo suficientemente madura como para saber de letras, y lo suficientemente infantil como para que se me olvidara rápidamente, en compañía de mis nuevos padres, todo lo que había aprendido de pequeño.

Marisol nos dice que nos dejemos llevar por lo que dicte nuestro interior, que escribamos, aunque no tenga sentido lo que digamos. Que lo importante es hacer gimnasia con la pluma. Mientras dice eso me fijo en su sonrisa, en sus ojos expresivos, en esas manos que no dejan de moverse, llenas de vida, algo casi imposible de ver en Megamadrid. Siento latir el corazón cuando la escucho arengarnos con pasión. Y siento después, cuando observo sus largas piernas, cómo me late una parte de mi cuerpo situada en otra zona más baja que mi corazón. Reminiscencias sin duda de mi larga noche en Megamadrid.

Mi abuelo me decía que las cosas antes no eran así, que la gente del campo se dedicaba a cosas del campo, a cultivar, a las vacas... y la gente de ciudad a la cultura, al trabajo en oficina, y a viajar de tarde en tarde al campo, a relajarse y a cargarse de ganas de volver otra vez a la locura de la ciudad. Un buen día, un lugareño se cansó de su ignorancia, y de que se descojonaran en su cara los señoritingos de la ciudad. Cambió el azadón por una pluma, y ahí empezó todo. Hoy en día vivimos de la literatura. Lo único natural que todavía cuidamos son los eucaliptos, imprescindibles para obtener el papel necesario para editar los libros. A los pocos que vienen ahora a visitarnos les entregamos un libro, les metemos a uno de los innumerables teatros o cines que infestan la zona, para que vean una buena función, o les recitamos versos de Rimbaud. Cuando los pobres empiezan a ponerse verdes, a sudar y a sufrir incontrolables espasmos, les sugerimos que vuelvan a Megamadrid, a por su dosis de ignorancia, tan necesaria para ellos como la vida. A los dos días de cambiar nuestra agua de manantial por agua de iceberg de Islandia embotellada, a 300 euros la botella, están otra vez como nuevos.

El cambio fue radical en ambos sentidos. Los urbanitas, cada vez más abducidos por absurdos programas de televisión, comenzaron a sufrir urticaria, vahídos y extraños temblores cada vez que agarraban un libro. Se embrutecieron de la noche a la mañana. Faunos miserables que acosaban y se dejaban acosar, los ciudadanos se convirtieron en bestias lujuriosas ansiosas de sexo, de pasta y de poder. En los albores de la primavera se podía escuchar en mi pueblo, a poco que uno le prestara algo de atención, un bramido similar a la berrea de los ciervos, procedente del bróker fanático en el punto álgido de su celo, que por otro lado duraba todo el año.

“Platero es pequeño, peludo, suave, que vive sin vivir en él...” No, por Dios, no. Creo que me estoy liando. Tengo que concentrarme si quiero recuperar mi verdadera naturaleza.

Me recuperaron el Salustio y la Mandanga, cuando fueron a Megamadrid hace un par de años, a uno de esos mercadillos anuales, decadentes y cada vez con menos público, en los que tratamos de vender nuestros libros. Menos mal que nos salvamos gracias a la exportación a otros pueblos de Europa y de todo el mundo. El caso es que me encontraron frente a un escaparate de televisores, junto a otros muchos ciudadanos, embobados y babeantes ante el magnífico discurso que estaba soltando en pantalla Belencita Esteban, digna descendiente de una megaestrella del siglo pasado. El Salustio me agarró del brazo. Me dejé llevar sin ninguna resistencia. Ya todo me daba igual. Desde que mis nuevos padres se habían divorciado, diez años antes, la vida había perdido todo sentido para mí. Ninguno de ellos me soportaba durante más de dos semanas en su casa, y empezaba a verme a mí mismo como un bulto inservible.

Y ahora os tengo que dejar. Voy a acercarme al centro cívico de la plaza Mayor, a tomarme unos chatos de vino y a darle una palmadita en la espalda los amiguetes. Vicente, el alcalde, va a abrir una jornada internacional sobre “Kierkeegard, ese hombre”.

martes, 5 de mayo de 2009

Veinte sesiones (amores no confesados)


¿Cuántos amores no ya anónimos, sino ni siquiera confesados a nadie, acaban esfumándose en la nada? ¿A dónde va a parar toda esa energía desperdiciada, todo ese torrente de sentimientos no correspondidos? ¿Cuántas vidas podrían haber salido de cierta mediocridad amorosa, si nuestro estúpido orgullo no nos hubiera impedido declararle nuestro amor a la persona que lo encendió?.Los protagonistas de esta historia de encuentros, desencuentros y casualidades, se llaman Isabel, Roberto y Vanesa. Los tres están entre los dieciocho y los veinte años, esa edad incierta en la que las hormonas, sin dejar de hervir desde los catorce años, empiezan a calmarse para dejar paso a otros sentimientos más profundos. Los tres han vivido su correspondiente época de roces, calentones y bofetadas varias, primeros novios y primeras novias, todos ellos corroídos por el acné, la masticación compulsiva de chicle, los cigarrillos mal fumados, y las vomitonas provocadas por alcohol de garrafón. Los tres han resurgido como el ave fénix de sus cenizas, con un aspecto renovado, angelical, perfectamente engrasado y preparado para poder comerse el mundo. El más retrasado, no hace falta decirlo, es el pobre Roberto, quien, a pesar de ser el mayor de los tres, acaba de abandonar recientemente ese universo de Playstation, Warcraft y Xbox que le había abducido nada más cumplir los cuatro años. Después de una sana terapia, basada en las bofetadas de su padre obligándole a que hiciera algo positivo con su vida, y de sobrevivir al correspondiente mono, Roberto decidió practicar un deporte, el pádel, con tan mala fortuna, que en el primer partido tropezó y se dobló ligeramente el cuello. El traumatólogo determinó veinte sesiones de rehabilitación.Para llegar a la clínica, Roberto cogió la costumbre, desde el primer día, de atravesar el centro comercial más importante de su barrio, un Hipercor del que no debemos dar el nombre por cuestiones de no hacer publicidad gratuita. Fue así como conoció a Vanesa, una chica morena, de pelo cortado estilo francés, y perfectamente maquillada. Vanesa estaba enamorada en aquel momento de su jefe de sección, un individuo nebuloso, más que cuarentón, con su vida ya montada, con un descapotable (en la cabeza), y cuyo nombre no nos interesa por lo gris de su naturaleza. El caso es que Vanesa, en un intento de hacerse la interesante, decidió regalarle a su jefe cada día una muestra diferente de las colonias pour homme más prestigiosas del mercado mundial. Y con eso ya tenemos montado nuestro circo de amores y desamores, encuentros, desencuentros, y casualidades, que condujeron a ese desperdicio de energía amorosa.El jefe de Vanesa llegaba al departamento a las cuatro en punto. Roberto tenía la sesión a las cuatro y diez, y pasaba por el departamento en el que trabajaba Vanesa a eso de las cuatro menos dos minutos. Vanesa abría el frasco correspondiente a cada día a las cuatro menos dos minutos. Su belleza casi animal no le pasó desapercibida a Roberto, quien desde el primer día la identificó en su desquiciado cerebro, podrido por los videojuegos, con el alter ego de Lara Croft. El día de la primera sesión, Roberto se detuvo frente a Vanesa, que oteaba el horizonte, a la búsqueda de su jefe, con un frasco de “eau de lechons” abierto. Roberto sonrió, y Vanesa sonrió. Aquella sonrisa comercial fue un flechazo directo al corazón del muchacho. La chica, amable, le roció la cara, y parte del cuello, con una buena dosis de colonia.Sentado en su banqueta, Roberto recibía en su cuello, algo más tarde, los diestros manejos de Isabel, una joven estudiante de fisioterapia recién contratada por la clínica. A la chica no se le escapó el dulce aroma que exhalaba el cuello de Roberto. Ella le sonrió, él la sonrió a ella, y aquello fue un flechazo directo al corazón de Isabel. Después de la sesión, y cuando nadie podía observarla, Isabel olió sus manos, que habían estado en contacto con el cuello de Roberto, y sintió un repentino mareo, que achacó al ritmo desbocado que había adquirido su corazón ante aquella fragancia de intensa masculinidad.Cuando al día siguiente se repitió la operación, esta vez con una colonia diferente, Isabel interpretó esa actitud de Roberto como una especie de jueguecillo amoroso. No pudo encontrar otra explicación al cambio de aroma. Otra vez se olió las manos, y de nuevo escuchó, con la misma intensidad que un concierto de música clásica, la llamada del amor.La historia se repitió en otras diecisiete ocasiones, con los mismos movimientos por parte de los tres protagonistas, y colonias diferentes en cada ocasión. Cada día pensaba Roberto en declararse a Vanesa, cada día pensaba Isabel en que Roberto se le iba a declarar, cada día pensaba Vanesa en declararse a... bueno, a ese. Los tres se saludaban cada día con una sonrisa, cada vez más intensa, a causa de la costumbre y el roce diario rutinario.El último día, el de la sesión número veinte, Roberto se había decidido por fin a decirle algo a Vanesa. Ya no le quedaba tiempo. Al llegar a su altura, intentó abrir la boca, pero sintió una vergüenza tan profunda, que no fue capaz. Sentía que las sienes le latían alocadas, y que el corazón se le ponía a doscientas pulsaciones por minuto. No pudo decir nada. Cuando Vanesa, con su sonrisa habitual, le roció una nube de “Machote di mare”, Roberto supo que jamás volvería a verla.Isabel acarició por última vez el cuello de Roberto. Esperó a que el muchacho se le declarara por fin, pero al ver que se levantaba y se disponía a marcharse, supo que no era esa su intención. En aquel instante, tomó una decisión heroica: declararse ella. Intentó hablar, pero las palabras no la salían de la boca. Minutos después, a solas, se olió las manos por última vez, y después lloró, porque no había sido capaz de declararle su amor al ser querido. Jamás llegó a entender la razón que le empujaba a Roberto a cambiar de colonia cada día.Ni que decir tiene que ni Vanesa se había fijado para nada en Roberto, ni Roberto en Isabel. Los tres estaban enamorados hasta las cachas, pero de la persona equivocada. Los tres cantaban frente al espejo sus canciones románticas preferidas después de ducharse, pensando que, si la otra persona los viera en ese momento, caería enamorada de ellos sin remedio. Es algo normal, lo hemos hecho todos, no tiene porqué avergonzarnos.Se me olvidaba. Vanesa, que era la más lanzada de los tres, decidió un buen día declararse al cuarentón. Cuando abrió la boca, el otro aprovechó para llamar a otro cuarentón, igual de gris que él, jefe del departamento en el que, a partir de aquel mismo momento, iba a trabajar Vanesa. Con muy buen criterio, la chica decidió que el primer cuarentón no merecía la pena comparado con el nuevo.